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martes, 18 de marzo de 2008

LA MUERTE DE PROCRIS

Piero de Cosimo. 

La muerte de Procris. 

National Gallery, Londres.

 
Ovidio nos cuenta, en boca de Céfalo el fatal accidente que puso fin a la vida de Procris. Ella escuchó como su amado alababa la brisa y pensó que se trataba de una mujer llamada Brisa. Celosa, le siguió para descubrir a la tal Brisa y él la mató pensando que era una presa de caza.

«Mis alegrías, Foco, son el principio de mis penas; primero te contaré aquéllas. Me agrada recordar, hijo de Éaco una época dichosa, nuestros primeros años, cuando yo era feliz con mi mujer y ella con su marido, como debe ser entre esposos.

Un afecto mutuo y el amor conyugal nos poseía a ambos; ni ella hubiera preferido el matrimonio con Júpiter a mi amor, ni había otra que me cautivara, aunque viniese la mismísima Venus; llamas igual inflamaban nuestros corazones.

»Apenas el sol hería las cumbres con sus primeros rayos,  solía ir yo a cazar a los bosques con espíritu jovial, y no solían acompañarme sirvientes ni caballos ni perros de agudo olfato, ni tampoco las nudosas redes de lino; estaba yo seguro con mi jabalina. 
 
Pero cuando mi diestra estaba ya cansada de abatir fieras, buscaba yo el frescor de la sombras y la brisa proveniente de los fríos valles.

Acalorado, era esta suave brisa lo que yo buscaba, la brisa lo que yo esperaba, era ella el descanso de mis fatigas.
“Brisa, ven”, solía yo cantar (¡cómo me acuerdo!), “deléitame y entra en mi regazo, deliciosa, y, como sueles, alivia gustosa los ardores que me abrasan”.

Tal vez añadiera yo (así me arrastraba mi destino)mil requiebros y acostumbrara a decir “tú eres mi gran deleite, tú me reconfortas y acaricias, tú haces que ame las selvas y los parajes solitarios, y que ese aliento tuyo siempre lo aspire mi boca”. 
 
Alguien prestó oídos a estas palabras ambiguas y las malinterpretó; tomando el nombre tantas veces invocado de “brisa” por el de una ninfa me cree enamorado de esta ninfa.

»Al punto, este imprudente delator de una culpa supuesta corre a ver a Procris y entre susurros le cuenta lo oído.
Crédula cosa es el amor; por causa del repentino disgusto cayó –según me cuentan- desvanecida, y cuando por fin volvió  en sí, se llamó desgraciada y mujer de infausto destino, se quejó de mi perfidia y, espoleada por una culpa imaginaria, temió lo inexistente, temió un nombre sin cuerpo, y sufre la desdichada como si realmente hubiera una rival. Aun así,  muchas veces duda y en su angustia abriga la esperanza de equivocarse, rehúsa dar crédito al delator, y si ella misma no lo ve, no está dispuesta a condenar las faltas de su marido.

»Al día siguiente, la luminosa Aurora había ahuyentado la noche; salgo, voy al bosque y, satisfecho por la caza, me tumbé en la hierba y dije: “ven brisa, y alivia mi fatiga”
 
De pronto me pareció oír como gemidos entre mis palabras; aun así dije: “ven, grata como ninguna”.

Una hoja, al caer, produjo de nuevo un ligero ruido; yo creí que era una fiera y lancé mi volandera jabalina; era Procris, que, sujetándose la herida en medio del pecho, grita: “Ay de mí”. Reconocí la voz de mi fiel esposa, y corrí hacia su voz desesperado y enloquecido. 
 
Moribunda la encuentro, sus ropas manchadas y salpicadas de sangre, intentando arrancarse de la herida (¡desgraciado de mí!) su propio regalo; levanto delicadamente en mis brazos su cuerpo más querido que el mío, y rasgando su ropa desde el pecho, vendo su cruel herida y trato de restañar la sangre y le suplico que no me abandone convertido en criminal por su muerte. Sin fuerzas y a punto de morir se esforzó por decir estas pocas palabras: “por nuestros lazos conyugales, por los dioses celestiales y los ya míos, los infernales, por el bien que pueda haberte hecho y por el amor que aun a hora al morir te profeso y es la causa de mi muerte, te ruego, te suplico, que no permitas que Brisa ocupe mi lugar de esposa”.

»Así dijo, y entonces comprendí que había una confusión de nombres, y se lo expliqué. ¿Pero de qué servía explicárselo?
Se derrumba, y sus pocas fuerzas huyen con su sangre, y mientras aún puede mirar, me mira a mí, y en mí y en mis labios exhala la desdichada su último aliento; y por la expresión alegre de su rostro parece morir tranquila».
 
Ovidio, Metamorfosis. Libro VII (795).
Traducción de Antonio Ramírez de Verger y Fernando Navarro Antolín. Alianza Editorial, Madrid 1995.